“Un ‘amigo’ mío me enganchó a los analgésicos. Empecé con pastillas de 40 mg y después de un par de meses llegué hasta los 60 mg. En este punto ya era muy adicta y comencé a masticar para bajarlas más rápido y para no enfermar.Tenía que tomarme una por la mañana cuando me levantaba sino me ponía enferma. Tenía que tomarme otra antes del mediodía. Luego un par más por la tarde y la noche. Sabía que estaba enganchada, porque tenía que tomarlas para poder funcionar. Me sentía fatal sin ellas. No sólo físicamente, sino que no podía hacer frente a las personas o a la vida sin ellas. Luego pasé a 80 mg y mi mundo se vino abajo. Empecé a robar a todo aquel que conocía para satisfacer mi vicio…”.
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